Era un viernes común. Nuestra rutina de preescolar, trabajo y mi ocasional visita al salón de belleza me habían hecho sentir bastante productiva. Justo cuando íbamos a salir a nuestro acostumbrado paseo vespertino, empezó a lloviznar.
“Vamos a esperar a que pare”, le dije a mi esposo.
Pero por cuatro horas seguidas, no paró.
De hecho, llovió tanto que se consideró un fenómeno histórico para el país. Llovió tanto que se perdieron un sinnúmero de vehículos y bienes, y tristemente, algunas ocho vidas cuyo valor es inmensurable.
En nuestro edificio los servicios básicos colapsaron, decidimos evacuar y trasladarnos a la residencia de mis padres, donde permanecimos por tres semanas. Agradecidos de su hospitalidad, y aliviados de poder volver a casa, empacamos, nos despedimos y poco a poco regresamos al ritmo usual de nuestros días.
Creo que ese día movió algo en mi interior, quizá en el tuyo también. He escuchado decenas de historias de personas literalmente atrapadas por un agua violenta e incesante, que nos recordó nuestra propia fragilidad y todo lo que constantemente pasamos por alto: un día en familia, electricidad y agua, un vehículo en el cual desplazarnos, la calidez de nuestro propio hogar, un poco de predictibilidad y cotidianidad.
Dios me ha estado enseñando a depender más de Él y confiar en El, no en las circunstancias o en las emociones que estoy experimentando. Porque Él es fiel y sus promesas se cumplen. Ya lo he vivido una y otra vez, pero en su paciencia y amor, vuelve a recordármelo. Las emociones y las circunstancias son efímeras pero las promesas de Dios son eternas y verdaderas.
Me está enseñando a entregarle mis cargas y todo aquello que como nueva mamá muchas veces me cubre, me agobia y hace que vea a blanco y negro, que vea todo tan fuera de mi control como aquella incesante lluvia.
Pero Él tiene el control.
Dios me está enseñando a vivir en el propósito que diseñó para mí, para ti y para todos los seres humanos: adorar, testificar, servir, amar. Y esta es una lección de años, de mucho leer la Palabra, de muchos sermones y prédicas, de mucha oración, petición y alabanza, de muchas lágrimas también. Lo que ha cambiado es que por fin estoy entendiendo.
Dios me está enseñando a valorar mis días, los que se sienten infinitos y también los que se sienten como una estrella fugaz. Me está enseñando a adorarlo y honrarlo en mi rol como mamá, en esta temporada donde doy todo lo que tengo y todo lo que soy, y a veces no parece ser suficiente. Pero por Su gracia, me levanto y vuelvo a comenzar.
He estado meditando tanto, sobre tanto. Reflexionando, observando, cuestionando, haciendo introspección. Y pidiendo sabiduría para ver con el lente de lo eterno y lo santo. No con lo inmediato, ni con lo humano o lo moderno, porque ahí solo he encontrado muerte, y Dios me ofrece vida en abundancia.
La realidad es que me siento extraña, a veces solitaria.
Siento el peso de esta responsabilidad que reposa sobre mis hombros, este viaje eterno que me llena de propósito y me aterra en igual medida.
Estoy enamorada, y no tengo motivación para hacer mucho. Fracaso una y otra vez, y mis esfuerzos por “cuidarme” y “amarme” solo terminan causándome más estrés. Una evidencia de lo mucho que todo ha cambiado.
Pero quiero renunciar a esa presión. Quizá esta no es la temporada para eso, y sé que no puedo “verter de un vaso vacío”, pero por ahora, trato de descansar, trato de salir, trato de crear.
Contemplo a mi hija: sus ojitos color café, sus encías rosadas cuando sonríe, su cabello alocado cuando despierta, su manito en mi pecho cuando me abraza. Contemplo el cielo y las nubes, como su forma siempre está cambiando y lo suave que parecen ser. Paso tiempo con Dios. Escribo y busco algo que leer.
Respiro bien profundo.
Por ahora eso tendrá que ser suficiente.
Estoy entendiendo que, por ahora, algo tendrá que ceder.
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