Diez años atrás todo era tan distinto.
No solo las rutinas y ritmos del día a día, sino mis prioridades, anhelos y valores.
A menudo me sentía fuera de lugar y con una constante sensación de inseguridad. Mirando en retrospectiva creo que tenía una gran necesidad de pertenecer, lo que me llevó a callar cuando debí alzar mi voz; a decir “si” cuando la respuesta era “no”.
Hoy que me toca criar, ver a mi hija crecer y acompañarla en cada etapa, estoy también haciendo el trabajo de sanar la persona que fui. De dejar ir a esa muchachita para dar paso a una mujer madura, segura, en un caminar hacia la virtud. Estoy en un proceso de transformación, en el que con cada paso firme hacia lo que anhelo, y cada acción en obediencia a Dios, siento que voy echando raíces y floreciendo a la vez. Estoy perseverando.
Mis veintes fueron una década de mucho tropezar, y también de muchas victorias.
De mucho crear, sentir, crecer y amar.
Trato de recordar y permitir que el camino me infunda fuerza y motivación, pues ahora entiendo que todo pasa. Que Dios es más grande que cualquier situación, cualquier diagnóstico, cualquier incertidumbre.
Hoy estoy viendo mis sueños como posibilidades, mi corazón como un templo, y mi familia como un refugio y el más grande testimonio de la fidelidad de Dios.
Quiero destacar las tres lecciones que más me impactaron de lo que aprendí en la última década:
Autenticidad (esencia)
Nuestra esencia es lo más sagrado que tenemos; eso que nos caracteriza y nos distingue; esa luz que se hace evidente para los que nos rodean. Hay quienes no lo aceptarán ni lo entenderán, pero será tremendo el alivio que sentimos al encontrar un círculo que nos apoya, nos respeta y nos celebra.
Nunca vale la pena sacrificar ni acallar las partes de ti que te hacen ser tu.
Esto requiere de mucha vulnerabilidad, pero es lo mejor que haremos: preservar nuestra autenticidad.
Valor (valores)
Tus valores te dan el valor para seguir corriendo la carrera, echando la batalla, alzando vuelo.
Son la base que te sostiene: las raíces profundas que te nutren, te guían y te auxilian. Tu brújula, tu espíritu, tu corazón.
Toma tiempo a veces identificarlos, y cultivarlos será un trabajo eterno. Pero cada día es una oportunidad para echarle agua a esas semillas y verlas brotar. Los valores informan nuestro carácter: es todo aquello que apreciamos, todo lo que nos importa, y en consecuencia es lo que nos mueve.
Préstale atención a esos nudos en la garganta; a esa voz casi imperceptible que te dice, “este es mi lugar” o “aquí no es”. Aquello que valoras será lo importante, y todo lo que importa requerirá de valor.
Paz (libertad)
Nada se compara con vivir en paz.
Estar en armonía contigo, con tu ambiente y con los que amas, creo que es un anhelo y necesidad de cualquier ser humano.
Cuando algo te genera malestar, tumulto, dudas, habrá que considerar qué tan alto es el precio a pagar. Si sacrificamos nuestra paz, también nos negamos la libertad, y eso es una gran tragedia.
Si, por el contrario, seguimos caminando, respetando nuestra esencia, guiándonos de nuestros valores y buscando armonía, ahí entonces habrá libertad y vida.
Y no hay paz ni libertad verdadera sin Cristo.
Dejar de resistirlo y decidir seguirlo, es sin duda lo más transformador y transcendental que hice en la última década.
“Si necesitan sabiduría, pídansela a nuestro generoso Dios, y él se la dará; no los reprenderá por pedirla”. – Santiago 1:5
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