Tomo asiento, pero mi mente corre.
El corazón acelera, salta, se estruja.
Por un momento, todo mi alrededor se llena de oscuridad.
No podía creer lo que estaba viendo.
Vengo aquí, a las letras, porque son la herramienta que uso para procesar la realidad. Y aunque en ocasiones ni las palabras alcanzan para describir el odio que parece estar liderando la humanidad, voy a hacer el intento.
Presenciar, al igual que miles de personas a través de las redes sociales, el asesinato de George Floyd, fue impactante y completamente desgarrador.
Nuestras acciones siempre harán eco de lo que tenemos en el corazón. Desde hace mucho nos están confirmando que algo tiene que cambiar. No solo a nivel de los sistemas políticos, legales y económicos, sino a nivel de nuestros valores como personas, como cultura, como humanidad.
El odio ha cobrado ya demasiadas vidas.
Imagino que la mañana del lunes 25 de mayo probablemente empezó como cualquier otra para George Floyd y Derek Chauvin. Pero antes de despedir el sol, el primero, un hombre afroamericano de 46 años, tomaría su último respiro bajo la rodilla de Chauvin, un oficial caucáseo de la Policía de Minneapolis, Minnesota, quien lo mantuvo esposado, inmovilizado y sin aire por casi nueve minutos.
Derek Chauvin fue acusado de homicidio tras cuatro días de manifestaciones, levantamientos y protestas que se llevaron a cabo en todo Estados Unidos. Personas de diversas edades y colores clamaban al unísono en contra de la brutalidad policial, exigiendo justicia para George y muchas otras personas de color que perdieron la vida bajo similares circunstancias.
Los días que transcurrieron después se sintieron pesados. Pero incluso en medio del caos y los actos violentos que atentaron contra el verdadero propósito de las manifestaciones, pude presenciar algo que lamentablemente no veo tanto como quisiera:
Empatía.
Un grupo de personas diferentes, pero unidas con el propósito de generar un cambio. Unidas en la búsqueda de la justicia, de lo que es correcto. Sintiendo el dolor ajeno tanto como el propio, y haciendo algo al respecto.
Creo que debajo de todo el duelo, podemos encontrar una gran lección. Ha quedado en evidencia un racismo sistémico que persiste en el núcleo de la sociedad, y no solo de la sociedad americana. De igual modo, nos ha obligado a observar y a escuchar; nos ha exhortado a educarnos sobre la experiencia de la comunidad negra, y a entender cómo podemos ser verdaderos aliados en esta lucha.
En estos días de investigación y reflexión, encontré mensajes e imágenes desgarradores e inspiradores por igual. Entre el mar de frases y anécdotas, alguien compartió este versículo:
“¿No somos hijos del mismo Padre? ¿No fuimos creados por el mismo Dios? Entonces, ¿por qué nos traicionamos unos a otros, violando el pacto de nuestros antepasados?”
Malaquías 2:10
(Nueva Traducción Viviente)
Me parece increíble que nos empeñamos en odiar, cuando el nuevo mandamiento que tenemos es precisamente el de “amar al prójimo como a nosotros mismos” (Juan 13:34). Aquello que fuimos llamados e instruidos a hacer es precisamente el área en la que más fallamos.
Amar. Amar. Amar.
No es fácil, pero es la instrucción más clara y relevante que tenemos para el tiempo que nos toca pasar sobre la tierra. Implica una acción, en ocasiones un conjunto de esfuerzos. Pero creo que vale la pena.
Creo que, si aprendemos a amarnos de verdad, podemos también aprender a amar a nuestro prójimo. ¿Y qué implica que amemos? Que pongamos en práctica el respeto, la paciencia, la tolerancia; que aceptemos, aunque no comprendamos; que velemos por todos los derechos; que sepamos encontrar empatía y comunidad aun en medio de nuestras aparentes diferencias.
“El amor que tengan unos por otros será la prueba ante el mundo de que son mis discípulos”
Juan 13:35
(Nueva Traducción Viviente)
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